1 Salió
de allí y se fue a su ciudad, y le seguían sus discípulos. 2 Y
cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga, y muchos de los que le
oían decían admirados:
—¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y
qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus
manos? 3 ¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de
Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?
Y se escandalizaban de él. 4 Y
les decía Jesús:
—No hay profeta que no sea
menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
5 Y
no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos
imponiéndoles las manos. 6 Y se asombraba por su incredulidad.
Este episodio culmina una serie de pasajes en torno al poder de la fe:
la fe de Jairo y de la hemorroísa (5,21-43) se ha puesto en contraste con la fe
aún débil de sus discípulos (4,35-41) y se contrasta ahora con la de sus paisanos
de Nazaret (v. 6). El evangelista señala de nuevo la dificultad para entender
quién es verdaderamente Jesús: no lo han sabido los discípulos (4,41), no lo
han descubierto, sin duda, los gerasenos (5,17) y, aquí, se equivocan sus
paisanos (vv. 2-3).
Con todo, el pasaje deja entrever lo que fue la mayor parte de la
existencia terrena de Jesús: la vida corriente de un artesano, con su familia,
que comparte con sus conciudadanos las condiciones ordinarias de la vida (v.
3). En esa vida oculta de Cristo descubriremos el valor de la vida cotidiana
como camino de santidad: «Vuestra vocación humana es parte, y parte importante,
de vuestra vocación divina. Ésta es la razón por la cual os tenéis que
santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de
vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente:
esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a
vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo» (S.
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa,
n. 46).
Jesús es designado «el hijo de María» (v. 3). No es seguro si detrás
de esta expresión hay que suponer que San José ya ha muerto, o si el
evangelista la utiliza para aludir a la concepción virginal de Jesús. La expresión
«hermanos» de Jesús (v. 3) se refiere a
sus parientes. En los idiomas antiguos, hebreo, arameo, árabe, etc., era normal
que se utilizara este término para indicar a los pertenecientes a una misma
familia, clan, o incluso tribu. Siempre la Iglesia ha profesado con plena certeza que
Jesucristo no ha tenido hermanos de sangre en sentido propio: es el dogma de la
perpetua virginidad de María.
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